un abrazo, ¡hasta mañana!
¡qué hombre me sentía
cuando a ti te acompañaba!
Tú lo eras todo
y yo no era nada.
Pisábamos los charcos,
tan lejos estabas.
Golpes Bajos - Cena Recalentada - ZappInternet
Tú lo eras todo, y yo no era nada... bueno, sí, era un ser perdidamente romántico que te acompañaba a casa y para el que un pequeño gesto tuyo era como tocar el cielo. Antes, nos habíamos sentado en cualquier banco de aquel paseo, ya de noche, sin apenas mirarnos a los ojos, y yo te sentía tan cerca y a la vez tan lejos... Dudaba.
Retrocedo un poco más. Recuerdo que te esperaba emocionado a que aparecieras en tu portal, con esa sonrisa que te iluminaba por completo. Seguro que había pasado el día entero soñando que llegara ese instante, vagando perdido por las horas con aquel momento como único objetivo de mi vida. Cuando te veía, me parecías maravillosa, tan frágil y dulce, toda la incertidumbre de las horas anteriores y de la propia espera se desvanecía de inmediato ante tu radiante presencia. Me saludabas tímidamente, manteniendo la sonrisa y, a pesar de aquella aparente actitud de tranquilidad, te notaba algo nerviosa, azorada, me atrevo a decir. Tu voz en ocasiones temblorosa te delataba. Eso te hacía aún más bella y yo me sentía muy feliz compartiendo contigo esas menudencias.
Caminábamos sin rumbo fijo por el paseo principal y por las calles aledañas; estábamos en otoño y anochecía más bien temprano. Tenía la sensación de que las farolas casi no emitían luz alguna, porque todo estaba tan oscuro que solamente te veía a ti. La sensación de felicidad por tenerte y de angustia por perderte eran indescriptibles, apenas cabían en mi los sentimientos tan intensos que me provocabas. Nos apoyábamos de cuando en cuando en algún banco o nos deteníamos frente a un árbol y allí seguíamos comentando inocentemente cuestiones pueriles, mientras pisábamos las hojas sueltas que parecían recién caídas. Todo lo que a mi alrededor sucedía, daba igual, nada existía porque quedaba eclipsado por tu estampa. Ignoraba el discurrir de la vida, el mundo se paraba ante ti; creo que también sentía la huella del estremecimiento.
Por mi mente pasaban todo tipo de ideas, cogerte de la mano, acariciar tu pelo, llegar al punto de besarte. Pero claro, no me atrevía a nada de eso. Quería decirte tantas cosas.
Deseaba decirte incluso que te quería, aunque me tomases por loco.
Establecía metas, puntos imaginarios en nuestro paseo donde me imponía actuar. Antes de que lleguemos a la próxima esquina o serás un cobarde -oía decir a mi interior-. Pero nunca lo cumplía. A punto estuve una vez e hice el ademán de volverme hacia tu cara para enfilar mis labios a tu virginal boca, pero en el último segundo varié el destino. Creo que ella lo notó, y todo ello aumentó más todavía mi turbación.
El tiempo pasaba tan rápidamente que ya teníamos que regresar, y la tristeza de tu próxima ausencia aparecía. ¿Lo sufre todo tanto como yo? -me preguntaba- y la duda sobre tus sentimientos siempre me acechaba y perseguía como una maldita sombra. Pronto llegábamos de nuevo al punto de partida y, en tu portal, dos besos de despedida y hasta mañana.
Y luego me quedaba durante un buen rato, allí, en el mismo sitio donde te había visto por última vez, con la mirada perdida, respirando profundamente, sin ver a los transeúntes pasar, enajenado, anhelando verte de nuevo. Todo lo que quiero hacer es verte de nuevo -me decía a mí mismo.
El camino en solitario de vuelta a casa era más de lo mismo; ir como flotando por las calles, todavía con el recuerdo fresco de tu sonrisa, de tus manos, de tus ojos, y con el desánimo de la incertidumbre de no saber si volvería a tenerte.
Ni siquiera si todavía eras mía.
Llegué al hogar como pude pues mi mundo imaginario que seguía en plena efervescencia, me había transformado en un autómata, y me deslicé silenciosamente hacia alguna estancia vacía donde proseguir mis ensoñaciones. Tú lo eras todo, y yo no era nada.
No duraron mucho, pues alguien solicitó mi presencia urgente al teléfono. ¡Eras tú de nuevo, mi vida! Te disculpabas y aunque no era capaz de escuchar las frases exactas con que me obsequiabas dada la agitación que me poseía, comprendía tu mensaje. Eras consciente de mi angustia y te responsabilizabas de ella, me prometías evolucionar y hacerte más cercana. Yo no quería oírte pronunciar aquellas vergonzosas palabras, no hacía falta que dijeras nada más. ¡Cómo pude haberte incomodado de tal forma!
Esa noche, lloré al evocar tu imagen tierna. Desde aquel momento, juré que jamás volverías a estar tan lejos.
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