martes, 1 de diciembre de 2020

Regreso a los orígenes.

Creo que siempre he sido un hombre solitario, incluso cuando en épocas anteriores he llegado a rodearme de innúmeras gentes en el marco personal, académico y profesional.

Era el hermano del medio y desde pequeño me acostumbré a estar solo, a comer en soledad, a aprender las cosas por mi cuenta, a volver del colegio a casa sin ninguna compañía, observando con los ojos y los oídos muy abiertos lo que sucedía a mi alrededor e imaginando toda clase de situaciones absurdas y cuasi disparatadas. No recuerdo bien el porqué lo hacía, pero ha sido una constante en mi vida.

Me fijaba en cualquier menudencia, en nimiedades que pensaba que estaban al alcance de todo el mundo; entonces no me percataba de que tenía o estaba desarrollando una extraña capacidad de percepción de detalles de la realidad que me circundaba, posiblemente superior a la mayoría. Además, mis sentidos se manifestaban de modo vehemente, lo que unido a la extrema sensibilidad hacia lo que me rodeaba finalmente resultara en una amplificación extraordinaria de todas mis sensaciones, aunque no era muy consciente del motivo que las originaba.

Me ha llevado mucho tiempo valorar adecuadamente y dar credibilidad a esa facultad o don del que era poseedor sin saberlo, consistente en intuir o deducir de manera natural aspectos relacionados con la vida que pasaba a mi lado.

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Estudié en un colegio Marista, circunstancia que con los años he analizado que ha sido determinante y ha condicionado numerosas vertientes de mi carácter. No era un alumno brillante; muy tímido y acendrado, me apasionaba la lectura y con frecuencia tomaba en préstamo libros de la biblioteca, destacando con moderación en las disciplinas de Lengua y Literatura, de Inglés, de Geografía e Historia, incluso en una antigua asignatura llamada Pretecnología. Los Hermanos nos educaban afanosamente en el culto a la Religión Católica, y eran muy exigentes en el orden, la pulcritud en los trabajos, el silencio, el respeto a la autoridad del profesor y en otros muchos valores. Todo ello a mí me agradaba profundamente.

Confieso que esos valores que adquirí me han servido para toda la vida.

Realmente me sentía cómodo bajo el abrigo de los Hermanos Maristas; eran personas estudiosas, con mucha fe, indumentaria humilde, bastante sencillas y austeras, con pocas expectativas vitales fuera del entorno del centro que habían elegido y del que en contadas ocasiones salían. Imaginaba como serían sus habitaciones individuales, de sobriedad espartana, formadas apenas por una pequeña cama, un reclinatorio, una mesa con una silla como escritorio, muchos libros y un crucifijo. Muy frías en el crudo invierno castellano.

Recuerdo con leve nostalgia y profunda admiración aquellos paseos diarios al estilo peripatético que efectuaban de forma ritual algunos Hermanos alrededor del patio interior del colegio, a los que me unía discretamente para escuchar sus palabras en silencio, a semejanza de las figuras de maestro y discípulo de las religiones orientales que he conocido posteriormente.

Yo entonces deseaba ser uno de ellos, seguirlos, en aquella temprana edad alrededor de los diez o doce años.

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El transcurso del tiempo trajo consigo la separación del entorno de aquel colegio vallisoletano que tanto me había dado y que, sin darme cuenta, había forjado mi inefable talante futuro.

Carecí de amigos al menos hasta la adolescencia, momento en el que empecé a relacionarme con algunas personas casualmente, con motivo de la socialización inherente a las clases a las que acudía en el Bachillerato y posteriormente en la Universidad. Me aficioné con mi pequeño grupo de amigos a las tertulias nocturnas en determinadas cafeterías donde, entre discusiones, cafés y cigarrillos, pude ir mejorando en algunas cuestiones, principalmente, en el arte de escuchar, de razonar y de argumentar. Años después, un tanto hastiado, me fui apartando paulatinamente de aquella compañía y pasatiempo hasta quedarme completamente solo. 

A duras penas pude llegar en ocasiones a mantenerme en pie como consecuencia de las dificultades que inevitablemente fueron surgiendo en el devenir del tortuoso camino, aunque siempre una inusitada fuerza interior hacía que resolviera y saliera airoso de esas vicisitudes; éste es el constante e indeleble tránsito por la vida, nada más -me digo ahora con prudencia. 

Actualmente lo veo todo como un paso vital indispensable y fundamental para estar aquí; solamente me siento bien acompañado por mi pensamiento, ese aliado que me escolta desde siempre.

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En la madurez de mi vida, advierto que he retornado al inicio; igualmente solitario, muy unido a la oración y a la fe cristiana, con una conducta más parecida a un monje retirado de todo; sumido intensamente en la lectura, el estudio y en mis pensamientos, con una inocencia casi virginal. Lleno de compasión por las actitudes y comportamientos humanos, sin discutir ni alzar la voz contra nadie. Casi incorpóreo. Siempre agradecido por las cosas que me suceden; huyendo de cuestionarlo todo. Viviendo el día a día sin pensar en nada más, como hacía en la infancia.

De manera no deliberada, he vuelto sobre mis pasos a los orígenes, a lo que era ya de pequeño; a esa pureza de espíritu que no han sido capaces de desterrar ni tras el tránsito por una sociedad de apariencia devastadora que podría haberme absorbido hasta conseguir mimetizarme con ella y llegado a aniquilar mi esencia individual y genuina. Regreso para confiar en mis intuiciones y observaciones, a creer únicamente en mi instinto y percepciones, ahora desde el convencimiento.

Con bondad y magnanimidad; completa vocación hacia la plenitud del alma.

Y sigo atento de no desfallecer, de procurar no ser derrotado por algún insano estado mental que pudiera desembocar en sufrimiento estéril; de proseguir en la vía de perfeccionamiento de una suerte de ataraxia vital, considerada por algunas corrientes filosóficas griegas como el principio para alcanzar el equilibrio, la serenidad y la tranquilidad. 

En ausencia total de deseos y temores; igual que en aquella tierna niñez que recupero, pura y acrisolada, junto a los Hermanos Maristas de los que en mi fuero interno anhelaba formar parte y a los que nunca he querido olvidar.


sábado, 3 de octubre de 2020

Retiro.

Retirado, ya por completo. De la vida en general, física y mentalmente; sin ataduras. Es un hecho lógico por otra parte y casi me resulta pueril comentarlo; se trata de la evolución consustancial al ser humano, que con el devenir de los años exacerba y visibiliza su esencia sin miedo, aquella por la que pasa media vida preguntándose. Observo mi transformación de los últimos tiempos como un suceso natural e ineludible en un mundo en constante movimiento; nada permanece inalterable y conviene rendirse a ello sin oposición. Cada una de las etapas anteriores ha sido necesaria e imprescindible para llegar a este punto; ninguna fase vivida es superflua y todas las que vengan lo serán igual, sin cuestionamiento posible. 

Más aún. Agradecido por todo lo que acontezca, lo que sea, como si yo mismo lo hubiese elegido.

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Me he retirado a una diminuta aldea vallisoletana situada en el Valle del río Esgueva, colindando con la comarca palentina de El Cerrato, casi en el límite provincial con Burgos. Perfecto lugar para apreciar la Naturaleza en su estado virginal, con la mínima intervención humana, ocupando mi día en pasear, leer, escribir. "La España Despoblada o Vaciada", lo llaman ahora. Bien; podría decirse que formo parte de ella, aunque no me sienta ya parte de nada. Los días son todos iguales y las estaciones las contemplo en su esplendor y belleza, puras y radicales. Vida sencilla y rutinaria, rodeado de personas en su senectud. Solitarios y serenos todos.

Aquí sucede todo, o nada, pero no necesito más. Aquí soy. 

Además de narrativa, en los últimos años me he sumergido con sumo agrado en la lectura de libros de ensayo, filosofía y religiones que me han enseñado y ayudado a entender algunas cosas, pocas pero importantes, que antes escribía puramente por intuición. Realmente, soy el producto resultante de esas lecturas, al igual que de los valores transmitidos por mis padres y por los educadores posteriores, y de las experiencias vividas; nada más. Empero, creo que mis palabras no aportan gran cosa y pueden sonar poco originales a lo expresado desde hace varios siglos por muchos escritores. Todo ha quedado perfectamente dicho por nuestros antepasados, recogido en las culturas orientales, griega, romana y subsiguientes.  

Leemos para ampliar nuestra ignorancia, para ir sabiendo que no se sabe.

Soy consciente de que apenas he llegado a sobrevolar ciertas ideas dentro del vasto conjunto de escuelas, autores y textos que uno puede ir descubriendo hasta perderse. Con serenidad, dedicaré el resto de mi vida a seguir profundizando en ellas de manera individual, en continuo aprendizaje y progresión, a sabiendas de que mi sitio es el anonimato y la lejanía de los focos, la soledad de quien elige ser el último hombre reconocible en una sociedad con unos valores distintos, seguramente más apreciados y valiosos que los míos. 

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La vida es muy sencilla, demasiado simple, en verdad; nos complicamos cuando lo cuestionamos todo. No hay preguntas, no hay respuestas; no hay nada. Solamente somos, estamos. De paso. Fin del estado mental de eterna duda y preocupación que nos asalta y posee.

Sí, aquí estoy, sin ponerme adjetivos ni etiquetas; sin juzgarme. Siendo más yo, simplemente, o lo que sea que fuere yo, si algo soy; lo ignoro y no me importa, dejando de lado lo demás. Vivo de forma inercial, permitiendo que todo fluya y consintiendo que todo suceda, sin requerir más; no fuerzo nada, no cuestiono nada, lo acepto todo, sin fatiga ni temor. Evitando instalarme y ensañarme en el sufrimiento como principio vital. Con toda la gratitud humana posible. Ahora sí que me he despojado de todo: de mi apariencia, de mis compañías, de mis deseos; hasta de mis opiniones. Es difícil que algo me turbe o inquiete; de ser así, lo aceptaría alegremente dejando que ese sentimiento se expresara en mí con plenitud, sin cortapisas, sin ocultarlo ni enmascararlo mentalmente hasta enquistarlo, con una sonrisa de agradecimiento por su presencia. Meditando y respirando conscientemente si fuera necesario. Con la oración continua como leitmotiv de mi existencia. Aprendiendo de todas las situaciones y cosas. 

Ya no hay nada bueno ni malo, bonito o feo, ganar o perder, que me guste o disguste, que ame o que odie; todo lo percibo bajo el prisma de su relativismo intrínseco. Vocablos en apariencia antagónicos como la felicidad y la tristeza, la vida y la muerte, el amor y el desamor, son términos vacíos, carecen de sentido; ambos supuestos polos forman parte de un mismo todo dual. La soledad, el silencio, la quietud, la presencia, la gratitud, la serenidad, el desapego, la compasión, son algunos de los pocos conceptos que permito que residan en mí. Todo me conduce finalmente a vislumbrar la paz interior, que trasciende y supera a la felicidad. La queja, el enfado, la ira, la culpa, no existen. No hago un esfuerzo por controlar las emociones; no evito que nazcan ni rehúyo de ellas, aunque raramente se presentan en forma de sufrimiento y languidecen ante mi perenne estado de gratitud cuando ello ocurre.

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La mente humana conceptualmente es sin duda un regalo divino, una potente herramienta cuya maquinaria puede funcionar de modo asombroso; solamente hay que ver los progresos realizados por la civilización durante siglos. Pero en su excelso poder reside su debilidad; el uso cotidiano que el hombre otorga a su cerebro lo impele hacia el abuso, el descontrol de las emociones, hacia comportamientos estereotipados que solamente conducen a actitudes patológicas que los psicólogos conocen bien y llenan sus consultas.

Únicamente tenemos el ahora, un momento muy definido y concreto, pero a su vez infinito e imperecedero, que precisa de toda nuestra atención. Vaciar la mente, no hacer nada, dejar que todo transcurra a su libre albedrío, escapar del condicionamiento del karma, estar en completa simbiosis con la Naturaleza de la que todo emana y formamos parte, liberándonos de una inquietud constante, puede ser el inicio de un largo y llano camino en plenitud espiritual.

No sabemos el tiempo que Dios permitirá a nuestro cuerpo físico seguir presente en este mundo, por lo que yo Le agradezco cada mañana al despertar, muy temprano, y durante el resto del día, el maravilloso privilegio de estar vivo, sea por el tiempo que sea.

Aquí, ahora, en mi retiro.