jueves, 14 de noviembre de 2013

Desde el valle del Duero. Capítulo 1.

Lo sabía. Siempre me lo digo: "nunca camines en contra de lo que aconseje tu instinto; no lo desoigas, o errarás".

Tiempo atrás no siempre seguía esta máxima personal, ciertamente con notables fracasos cosechados pero agradecido pues fueron necesarios para ir perfilando quien ahora soy de manera rotunda e incontestable, como aquella vieja viga maestra de madera que tanto esfuerzo costó colocar tras varios errores y que ahora observo; sí, ésa que no se desvía jamás ni un centímetro de donde fue inicialmente concebida y finalmente apuntalada.

Pues bien, la antigua aldea-nueva y sus gentes me han conquistado; me han subyugado y transformado, a estas alturas de mi vida. O simplemente me ofrecen la oportunidad de ubicarme, de descubrir la verdad de lo que se encierra en mí.

Tenía razón, no era equivocado seguir mi instinto indefectible, aunque dudara. El valle me ha acogido, me abriga y transporta en su quietud, su silencio, como al río que progresa y se ensancha en su seno, bebiendo en el camino el agua generosa de sus hijos que lo afaman. La bondad y sencillez de los humildes habitantes me reconcilian parcialmente conmigo mismo tras mi éxodo y confinamiento voluntario; su sonrisa gratuita a cada ocasión se impone a los modales rudos pero sinceros, producto de la estirpe castellana: la fría hospitalidad sin el artificio de lo pretencioso.

Yo también sonrío y levanto mi cabeza. Esta versión de Rafael es más pura, recordándome lo auténtico que era, aquel que me habita. He necesitado tener que perderme para encontrarme realmente.

"Aquí vas a estar bien", me dice, ante mi sorpresa, el aldeano vecino de la tez curtida por el sol, de manos ajadas e indumentaria difícil de precisar y desprovista de cualquier oropel, mientras seca su frente recorriendo la mano sobre ella, tras haberse quitado el sombrero de paja que ocultaba parte de sus entradas. No me juzga ni prejuzga, no presupone nada, ni siquiera se ha fijado en mi aspecto; me sobrevuela y todo lo sobrevuela. Todo es en él espontaneidad, orgullo de tierra y vida dura rodeado de esos campos de tubérculos recién recogidos, de fríos inviernos y extenuantes veranos, en el rico valle donde las aguas del Duero lo atraviesa y riega. Allí donde el murmullo de la pesquera es el único sonido perceptible, invitando a zambullirse como antes lo hacíamos, de pequeños, entonces cuando no era algo denostado y sustituido por las masificadas piscinas y playas costeras.

Sonríe levemente pero carente de vanidad; se siente seguro el paisano. Su mirada no titubea lo más mínimo; perdida en la lontananza, aunque sin mirarme, parece darse cuenta de lo que expresa la mía, una mezcla de debilidad y admiración. Callo, solamente le escucho ya, casi temblando, pues su inaudita sabiduría me embriaga, incapaz de aportar nada a sus breves palabras. "Aquí serás feliz, Rafael", remata, deslizándolas de nuevo cual puñal en la blandura de mi alma, sobrevolando los rescoldos de la recién restañada herida, como si conociera de mi vida y circunstancias.

¡Cuán desarmado me siento, tras tantos años, ante alguien que no ha necesitado apenas nada para comprender lo sencillo que es todo!

Acostumbrado a tanto prohombre vomitando consejos alegremente, plúmbeos en su totalidad, proclamando tu pensamiento como verdad absoluta sin el más mínimo conocimiento ni decoro, nada ha pronunciado el buen hombre sobre él, ni una referencia a lo que hace o siente; antes al contrario, está pensando en mi felicidad. No me quiere impresionar, no lo precisa; algo difícil de conseguir por otra parte, ahora que he abandonado cualquier atisbo de comprender el pueril comportamiento inherente a la condición humana.

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Despierta, Rafael; otra vida, sí es posible, como bien sabías; no vuelvas a dudar nunca más de ti. Quizás la hayas encontrado, tras tanto tiempo, viejo amigo. Te noto cambiado, pero, por primera vez, te reconozco.

Huido, sí; y sin embargo, adaptado.