jueves, 14 de mayo de 2009

Vuelo a ras de tu piel.

Ayer, a media tarde, cuando el sol primaveral se colaba plácidamente por una de las ventanas abuhardilladas de la acogedora pieza que me posibilita evadirme de todo eso que de soslayo desprecio, fue entonces cuando volví a tocar aquella guitarra.

Hacía mucho tiempo que no lo hacía, años quizás. Primero, cogí cautelosamente y con cuidado su robusta funda negra y la posé en horizontal sobre el suelo, donde una vez hube soltado sus cierres abrí la tapa mostrándose finalmente ella en toda su belleza; mezcla de cromados, color negro y madera clara en su mástil, toda brillante e impoluta como la dejé en su último viaje al mundo de la ensoñación.

Tuve que desenredar de un montón de cables el de conexión al amplificador, encontrar mi púa favorita y decidir si, finalmente, iba a meter algún pedal de efecto con sonido complementario. No hará falta, pensé; escucharla con su sonido puro y limpio, ya será una sensación suficiente. Belleza sin adulterar.

Conecté todos los cables y jugué un poco con los mandos del volumen, reverberación y demás del amplificador Fender, devolviéndome estos gestos muchos recuerdos del terrible potencial que atesoraba este elemento. Recuerda, Raphaël, me digo, no pases el mando del volumen de la posición nº1, o será demasiado, no pudiendo borrar la imagen del mando en el número 3, cuando cinco locos tocábamos en aquel garaje a las afueras de la ciudad, en esas tardes frías de invierno en las que mis dedos congelados apenas podían articular decentemente un arpegio y el nivel de ruido era, sencillamente, ensordecedor, demencial. Cuando la noche caía tempranamente y la oscuridad nos sorprendía entre canciones, risas, fotos y cigarrillos.

Donde todos nos mirábamos con caras de ilusión y de emoción, entonces, cuando nos creíamos imperecederos, poderosos, casi desafiantes en nuestra sublime, eterna y primera juventud, y el paroxismo de nuestros sentidos no planteaba concesiones a la racionalidad o a la angustiosa realidad que, en verdad, nos sobrecogía y, de manera inconsciente, ocultábamos.




Hará falta afinarla seguro, escucho en mi interior. En efecto, dudo el acorde candidato a ser probado, pero enseguida percibo que la tercera cuerda no está bien. Mi torpeza es absoluta, apenas recuerdo algo y sé que he perdido casi todo, pero no por ello dejo de ser transportado hacia lugares muy apartados de lo terrenal.

Poco a poco, mis dedos empiezan a moverse un poco más sueltos, a veces solos exploran lugares que mi razón no dirige y que me sorprenden. Me tiembla la mano izquierda, el dolor de las cuerdas metálicas clavadas en las yemas comienza demasiado pronto; claro, no hay costumbre y los dedos protestan.

Empiezo a soñar de nuevo.


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Hoy, vuelo una vez más, allá
donde nace el mar de luz
que inunda su ser; la voz
se corta al querer hablar
noto el huracán temblar
me quema la piel a sal
me quema la sed de mar
bebo y el anhelo es más

Y vuelo a ras de su piel
que salta al romper;
las olas me alcanzan,
me siento caer
el mar, se extiende a mis pies

Me ciega el sol
se clava el agua sin dolor
en mi mirada

El viento, el cielo, el tiempo, el miedo
vuelan junto a mí, y se van quedando atrás,
tras de mí

* Gracias, Miguel Ángel, por esta poesía hecha música en "Mar de luz", o cómo explicar con palabras y notas lo que es amar.