martes, 27 de octubre de 2009

¿Recuerdas?

Te veía de cuando en cuando caminar por la calle donde ambos vivíamos y despertabas en mí esa ingenua curiosidad y deseo de conocerte, en aquella etapa de mi vida tan enamoradiza y llena de poesía, allá por mi adolescencia.

Coincidíamos en la misa vespertina del sábado, situados ambos de pie a cierta distancia prudencial al final de la iglesia, en la penumbra de aquel lugar reservado para los que llegan tarden o ésos que viven su fe de manera diferente. Yo, entonces, era uno de ellos, como tú.

Me sentía atraído por la imagen que mostrabas, no porque fueras bella, que para mí lo eras, sino por esa mezcla de educación y simpatía que destilabas por doquier y que me tenía dulcemente subyugado, desde mi distante y silencioso anonimato. La sola presencia tuya en aquel lugar de culto endulzaba todo el ceremonioso y lento momento, llegando a caer mentalmente sobre tu manto, embelesado.

¡Qué Rafael tan distinto! ¡Cuán alejado me veo ahora de esos sentimientos! Y, sin embargo, ¿por qué los evoco ahora?

El azar me hizo conocerte años después, cuando la sensibilidad de este Rafael que habla anduvo perdida y no supo hacer caso a tus débiles señales, hoy quizás verdaderamente flagrantes. Recuerdo esa fiesta en la que te acercaste a hablarme, menos inhibida de lo habitual, o diversas ocasiones en que coincidía con terceras personas conocidas por ambos, destacándote. Yo banalizaba y sepultaba inconscientemente todo esto, aún ignoro el porqué.

Lo que sé desde hace tiempo es que mi destino me guía con voluntad de hierro; como una viga maestra que no se desvía jamás de donde ha sido colocada, así obedezco yo a sus férreos y crueles caprichos.

Ayer, inesperadamente, viniste a verme y te percibí más bella, más mujer que nunca con los hombros al aire bien torneados y los preciosos pies al descubierto en esas sandalias maravillosas; con la lozanía de tu cuerpo no exenta de una nunca efímera candidez. Me desarbolaste.

Conozco algo de tu paradero y situación, que deliberadamente ocultas cuando hablamos, como si te avergonzara o no quisieras herirme, no lo sé. O tal vez porque, alguna vez, has sentido que también podía formar parte de tu vida, de una manera desconocida; esa vida que ahora compartes con otra persona pero que, adivino, imagino, sueño, no te llena. Almas gemelas, vieja amiga.

Hoy me acosté contigo en mi pensamiento y soñé dormido que nos veíamos, como siempre dibujando el ensueño o fantasía para estos casos, sentados en un apartado banco de la ciudad nocturna; mirándonos fijamente, con la alegría en nuestras caras y la ilusión en el brillo de los ojos, casi sin hablar, emanando esa casta felicidad que tanto anhelo ahora. Pura poesía, de nuevo, que trastorna e inquieta el plácido transcurrir de mi existencia marchita.

Sé que lo sucedido el día anterior no fue más que un gesto producto de tu exquisita educación, la que llevas impregnada desde pequeña, como cuando te veía solitaria y decidida, pura y hermosa en la pared del fondo de la iglesia, brillando con luz propia en esa oscuridad que nos rodeaba.

Cuando la ilusión no me había abandonado y mis lágrimas sólo brotaban por tu ausencia, por no tenerte a mi lado, ahora que lo hacen simplemente al evocar tu hermoso recuerdo.