martes, 23 de abril de 2013

Te reconozco.

Camino. Paseo en solitario, vagando por las infestadas calles con mi única compañía, sin rumbo fijo.

Contemplo a mi paso a la muchedumbre, observándola sin querer, atemorizado. Siempre lo mismo; organismos vivos, abotargados, movimientos predecibles que provocan con prontitud mi hastío. El hedonismo, ese lodazal que todo lo llena y pervierte, la ciénaga que todo lo absorbe y emponzoña. Me rodeo de un caleidoscopio de sentimientos intensos que me turban, desdeñándolos al fin.

Cada vez soy más consciente de que solamente nos tenemos a nosotros mismos. Descubrirlo a tiempo es el único triunfo del que me enorgullezco, aunque haya determinado de manera irreversible mi existencia presente y futura. El embate necesario para seguir subsistiendo.

Me consuelo pensando en que llegará cada día ese momento de encontrarme conmigo, quizá ahora mismo, quizá dentro de un rato, quizá cuando termine esa obligación por la que aquel día vendí mi alma para siempre; lo ignoro. Pero levanto de nuevo la cabeza para que mi nariz no encuentre obstáculo alguno al respirar y mis pulmones se llenen de aire limpio.

Salgo entonces a la naturaleza y aprecio el paisaje tranquilo, auténtico y único paraje que me abriga y protege, donde mi infinita pequeñez se ve disimulada y aceptada; el excelso oasis donde nadie me ve ya, nadie me percibe, nadie me escucha. Ahí es donde me encuentro. Mis compañeros son los árboles, las plantas, los animalilllos que retozan libremente, inconscientes en su sublime ingenuidad, y yo los envidio desde mi humildad, imitándolos.

Y sonrío, sí, esta vez en libertad; feliz mientras escucho el discurrir majestuoso del río por su angosto cauce, antes de su desembocadura. Es cuando advierto de su silenciosa llamada y me deslizo con frenesí por las traviesas para luego recorrer la sinuosa senda que se abre paso entre la maleza, la lengua de tierra que me aproxima a su vientre, e introduzco levemente mi mano para percibir la tibieza del agua, regresando finalmente al abandonado banco de madera que me espera y recibe de nuevo en silencio, cómplice.

Mi único amigo, me digo, ése soy yo. Ahora te reconozco, junto a mí.


viernes, 12 de abril de 2013

En mis manos.


Maduro. Envejezco. Solamente puedo estar seguro de esto.

No sé muy bien qué más añadir; éste podría ser el resumen de lo que siento, la única certidumbre y riqueza que tras años, atesoro. El fruto de mi vida queda así determinado, el camino expedito.

Es algo natural, obvio, pero lo percibo claramente y de tal modo en que, mi mente, mis manos, me guían de forma inexorable, con ineludible firmeza, por los vericuetos de la vida. Escucho mi corazón latiendo e intuyo la sangre recorrer el vano de mis arterias y venas, de lo inmóvil y atenazado que me siento a veces, de cómo me contemplo en la meditación. Atiendo a mis vísceras desempeñando el funcionamiento autónomo de mi maquinaria imperfecta, que voy conociendo y sabiendo tratar, soslayando sus dificultades.

Me observo, una vez que he resuelto y abandonado, por fin, displicente, con la observación de lo que me circunda.

Empero, no me llena de aflicción encontrarme cada día con mi yo más profundo; el tiempo hace reconocerme y aceptarme casi completamente, liberado y despojado ya de todas mis ataduras, enajenado de todo, hasta la alienación. Ahora que me he apartado absolutamente, que no me queda nada, ya no preciso decidir; todo lo tengo, nada necesito. Ni siquiera la muerte me importa, no me impresiona.

Antes no deseaba ya nada, ahora estoy desposeído de todo, salvo de mí mismo.

Decir que la vanidad ya no habita en mí, resultaría en este contexto hasta pueril; la prudencia todo lo llena y completa. Incluso la humildad y sencillez del mendigo me emociona y estremece, inspirándome.

Me siento profundamente austero.

Tú estás ahí viéndolo, sintiéndolo; desde la cercana lejanía de tu atalaya sigues con atención lo que mis cada vez más, manos frágiles, expresan. No, no me olvides, mientras suena ese piano al fondo tan triste, melancólico, real, como la vida misma en la que mi cuerpo debilitado respira y mi alma sobrevive encerrada, a la espera de la liberación. Sí, cohabitando físicamente con lo que me enfrenta de forma perenne, pero de momento; ya sin disyuntiva, con la decisión tomada en mi interior.

Y lloro intensamente al reconocerme en este preciso momento, como antes lo hacía, más puro, genuino, único. Sobrecogido.

Pero aún, lleno de dudas que tendré que resolver en solitario, conmigo mismo, descastado de todos y todo, preguntándome y respondiéndome, a veces al filo del desfallecimiento, asido con fuerza a mi destino.


* Para mi apreciada Carmen; sin atisbo alguno de inquietud, tú me has aportado esto: la aceptación, la lectura, el aliento certero para escribir; el tortuoso, abstruso pero único y maravilloso camino a la sabiduría que, a día de hoy, aún ignoro si alguna vez lograré siquiera acariciar.