Pareciera que fuera otro quien se estuviera jugando mi propia vida por mí, mientras yo lo observo entre displicente y angustiado. Y ese desdén con que me tomo el acontecer del tiempo me hace plantearme en ocasiones que la existencia real transcurre con una actitud de inanidad por mi parte que no debiera permitirme. La vida sin importancia, en modo piloto automático o, en términos computacionales, en modo supervisor del sistema operativo.
Y, sin embargo, como antítesis a los hechos expuestos anteriormente, en mi interior se fragua una batalla intensa de turbaciones y deseos, donde el frenesí se convierte en el papel protagonista de ese submundo apenas controlado y de consecuencias inesperadas. La calma no habita en esta estación endógena sino que se rebela con fuerza y lucha por salir a flote. La respiración se corta y la piel responde ante cualquier atisbo de emoción donde la agitación resultante se traslada al exterior sin solución de continuidad.
Es una sensación a la vez de vértigo y de calma. O de calma vertiginosa; la eterna cruzada entre Raphaël y Rafael.
¿Por qué tengo este espíritu tan confuso? ¿A quién debo seguir ciegamente? ¿Por qué provocas ese efecto dicotómico en mi ser, esa ambivalencia de pareceres tan encontrados, a caballo entre la levedad y la tormenta?
De lo que no me cabe duda es que algo germinará de todo este semillero de efusiones que van enraizando profundamente en mí. O siempre habían estado ahí, solamente que hizo falta sentirlas.
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