miércoles, 16 de enero de 2008

No me dejes solo.

Y aquí regreso otra vez, recibiendo en este caso al nuevo año.

Estoy como acostumbro cuando por fin me quedo a solas tras pasar todo el día rodeado de gente; cuando solamente escucho el ruido de las teclas que
mis dedos presionan mientras escribo, y mi mente me va dictando en un silencio alto y claro todo aquello que ahora queda grabado para siempre. Es entonces el momento de imaginar, cuando no de recordar, modificar o inventar, a veces también de fantasear, de divagar o simplemente de dejar volar mi alma, libre de ataduras y de convencionalismos, de lo estrictamente correcto, de lo que se supone que esperan de mí, de lo puramente terrenal. Y sacar a pasear, a flote, emerger ese torrente de sentimientos reservados para la intimidad, aquellos que unos pocos conocen, aquellos otros que nadie conocerá nunca y aquellos restantes que ni yo conozco de mí mismo.

Todo eso no está a flor de piel, ni tal vez almacenado exteriormente como si se tratara de un dispositivo auxiliar. Tampoco está guardado en uno principal, como sería mi memoria, frágil pero a la vez consistente y selectiva. Ni siquiera es la parte lógica del firmware que llevo dentro y que va siendo microprogramada con el transcurso del tiempo o puede de alguna forma ser modificada por manos expertas, no, es más interno que esto; más bien se trataría de todo aquello que va casi a nivel de mi ADN, como si estuviera implementado en un circuito integrado con millones de transistores, imposible por tanto de programar dada su naturaleza puramente física, imposible de alterar, imposible de engañar. Ahí reside mi esencia, aquella inmutable e imperecedera.



Aquella que me rodea en este preciso instante y que reprime detenerme y analizar lo que estoy escribiendo, la que imposibilita que aplique mi mente racional para reposar todo lo que estoy pensando, la que no me permite reprogramarme para sentir de otra forma. Ya es tarde para impedir que siga adelante o defenderme; soy esclavo suyo, me puede.

Es el momento de Raphaël, solamente de él, el verdadero, el soñador incansable, el que aparece cuando todo lo demás no está o no se encuentra, aunque su poder haya quedado menguado por las circunstancias y se vea lastrado, incapaz de dar completamente rienda suelta a sus deseos, conformándose con saber de ellos, saborearlos de forma instantánea y disfrutarlos efímeramente, sin permitirse poseerlos. A riesgo de muerte.

Sin siquiera un leve roce de piel. Esa piel suya embriagada de tristeza.

.....

Me dice que alguien me escucha en la distancia y lee mis palabras, alguien que se envuelve con ellas como un manto que le estrecha y protege su débil cuerpo todas las noches.

Sí, entre mis brazos entonces te siento; no me dejes solo. Yo, no te abandono aunque me percibas quizás lejano e incluso perdido.

sábado, 5 de enero de 2008

Adiós, año 2007.

Echo la vista atrás aunque no demasiado porque aún permanece muy cercano, prácticamente al lado de mí; sus rescoldos resguardados por cenizas todavía desprenden algún calor. Trato de hacer un resumen mental de lo acontecido a lo largo del año, poniendo en una balanza lo bueno y lo malo, a la espera de ver lo que sucede. Ha sido bueno -me digo al final- aunque la balanza oscila dubitativa durante instantes hasta decantarse por uno de sus lados. Será que me he levantado hoy optimista -concluyo.

Lo que no me plantea dudas es que 2007 ha sido muy intenso, nada insustancial, con episodios en todos los aspectos de mi vida que forjarán los tiempos venideros. Sin olvidarme de la efeméride que fue la creación de este blog, La piel de la tristeza.

Año éste, recién terminado, en resumen nada fácil, bastante tosco y duro, en el que en muchos momentos he sentido que podía perder mi tan valorado y perseguido equilibrio, que los acontecimientos me hacían tambalear y destellos de zozobra aparecían en algunos mares de incertidumbre en los que navegué. A duras penas he podido salir a flote de ellos, agarrado a los salvavidas situados a mi alcance a los que me asía dolorido, dejándome arrastrar sin rumbo fijo durante días enteros por sus procelosas aguas.

Sin perder la esperanza totalmente, casi en el límite, quizá por la fe en mí mismo, o en alguien más. ¿Mi destino?


Me quedo con lo que he aprendido, con lo que he llegado a conseguir y, sobre todo, con las veces que me he equivocado. Ya se sabe que nada nos enseña más ni nos hace más fuertes que nuestros propios fracasos o errores. Pues eso, maestro, practica lo que enseñas.

Sin olvidar todo lo que he sentido, que ahora que lo pienso, ha sido mucho y por diferentes motivos; me he despertado y mantenido ilusionado a pesar de que las dificultades me rodeaban y hasta me paralizaban.

He conseguido terminar en pie, erguido como la imagen de Raphaël al borde del precipicio de mi avatar.