miércoles, 17 de octubre de 2007

Hoy le toca escribir a Rafael (hasta la medianoche)...

Pues eso voy a hacer. Y además, como se dice coloquialmente, "a pelo", o sea, sin red, a lo que salga, en directo, sin releer, sin corregir. A ver qué pasa.

Allá vamos.

En efecto, hoy voy a dejar que nuestro querido amigo Raphaël de Valentin descanse de su trajín habitual en La peau de chagrin; siempre tan rodeado de melancolía y recuerdos. Siempre tan bien acompañado de mariposas soñadoras y campanillas aladas que vuelan a su alrededor, además de toda clase de músicos (pianistas, guitarristas, etc.), poetas, hombres y mujeres llenos de sensibilidad y otras personas que no manifiestan sus comentarios pero que él sabe que están ahí; él los conoce y los valora a todos. Siempre me dice que son maravillosos; seguro que es así puesto que él lo dice, y yo le creo.

Este joven Raphaël de Valentin, él no lo confesará, pero siempre andaba con sus amores platónicos a cuestas, viviendo en esa buhardilla de techos de madera y sin calefacción, donde fue a parar sin haber terminado aún sus estudios y donde pudo dedicarse durante un tiempo a sus dos grandes aficiones, la música (mal tocar la guitarra y el sintetizador; siempre se definía entonces como músico y no como instrumentista, menudo) y la literatura (escribir algún que otro mediocre relato que llegó a colocar en cierta emisora residual, y que nunca se atrevió él a leer), cuando su alma todavía no había sido vendida a la piel de zapa y ésta se mantenía impoluta, en su total extensión, sin haber menguado lo más mínimo. El alma del más genuino poeta que era Raphäel, aquel que un día sucumbió y llegó a vender hasta su última moneda por conquistar los placeres efímeros.

En fin, pero hoy me toca hablar a mí, Rafael, y lo hago casi por necesidad, porque me sirve de terapia para relajarme; de hecho ahora ya estoy prácticamente relajado tras un día especialmente duro en el trabajo. Casi voy a hablar como en el diario que se cita en la entrada anterior, ese donde poder expresar las cosas que a uno le pasan.

Día complicado, sí, cuando vuelvo a plantearme de nuevo por qué un chico con buenas calificaciones en lengua, literatura y filosofía terminó haciendo estudios de ciencias puras y todo lo demás. Claro, hasta llegar a la situación actual, cuando quedaron atrás aquellos años felices de investigación personal, de noches eternas desarrollando algoritmos locos apenas compartidos por unos pocos que podían seguirme y no me tomaban por lo que realmente era; esas pequeñas genialidades, por no llamarlas directamente creaciones, a las que sucumbí durante ese periplo de mi inicial juventud. Pero me lío. Ahora todo se ha transformado en negocio, en injerencias, en conversaciones telefónicas y otras cosas por el estilo.

Bueno, el caso es que hoy sabía que tenía que escribir yo, para dejar mi mente tranquila y dormir habiendo dejado atrás aquella dura conversación telefónica de casi una hora, que si bien no me hizo daño realmente, si sirvió para recordarme quién era y dónde estaba. Por ello, decidí regresar a casa temprano y me encontré por el camino, en el coche, escribiendo mentalmente esto que estoy haciendo ahora, para no pensar más. Y sucedió que volví a ver el diario de Raphaël, su buhardilla de poeta y su piel de zapa aún intacta.

Es por eso que sin pensarlo, cogí la bicicleta de montaña y salí a continuación a respirar el aire de las afueras de la ciudad, donde ahora vivo, apartado parcialmente de la civilización solamente en compañía de Blanchet y Nicolas, a quienes por cierto, besé al llegar a casa (sí, besar, eso dije) y ya casi estaba olvidando todo lo malo que me había ocurrido. Ellos siempre están ahí esperándome, adaptando sus horarios a mí, sin pedir nada a cambio, fieles y leales en todo momento; les acompañaré hasta su último día, estoy seguro de ello. Me vuelvo a perder de mi hilo conductor, es lo malo que tiene escribir sin parar...

Pedaleo sin detenerme durante cerca de una hora, no hago competición, apenas es un paseo que aprovecho y estoy escuchando, sintiendo, oliendo a mi alrededor, y casi la noche se me echa encima, es un eufemismo, realmente llegué a casa sin ver un pimiento pero, al igual que en el coche, he seguido pensando en escribir, no me ha venido en ningún momento a mi mente la imagen de una mañana que no me gustó. Pensar en escribir me hizo reconsiderar el día y ponerme contento, en sintonía y en paz con lo que me rodeaba. Pensar en leer a otros como yo.

Creo que ahora dormiré bien. Sé que los problemas diarios, mejor llamados dificultades inherentes al quehacer cotidiano, debo dejarlos a un lado y seguir alegrándome de las pequeñas cosas, en este caso, de vomitar al exterior en este diario digital aquello que siento, para que todo lo demás no quede empañado y teñido de oscuro.

Para disfrutar de todo lo que soy y tengo.

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