Estoy como acostumbro cuando por fin me quedo a solas tras pasar todo el día rodeado de gente; cuando solamente escucho el ruido de las teclas que mis dedos presionan mientras escribo, y mi mente me va dictando en un silencio alto y claro todo aquello que ahora queda grabado para siempre. Es entonces el momento de imaginar, cuando no de recordar, modificar o inventar, a veces también de fantasear, de divagar o simplemente de dejar volar mi alma, libre de ataduras y de convencionalismos, de lo estrictamente correcto, de lo que se supone que esperan de mí, de lo puramente terrenal. Y sacar a pasear, a flote, emerger ese torrente de sentimientos reservados para la intimidad, aquellos que unos pocos conocen, aquellos otros que nadie conocerá nunca y aquellos restantes que ni yo conozco de mí mismo.

Aquella que me rodea en este preciso instante y que reprime detenerme y analizar lo que estoy escribiendo, la que imposibilita que aplique mi mente racional para reposar todo lo que estoy pensando, la que no me permite reprogramarme para sentir de otra forma. Ya es tarde para impedir que siga adelante o defenderme; soy esclavo suyo, me puede.
Es el momento de Raphaël, solamente de él, el verdadero, el soñador incansable, el que aparece cuando todo lo demás no está o no se encuentra, aunque su poder haya quedado menguado por las circunstancias y se vea lastrado, incapaz de dar completamente rienda suelta a sus deseos, conformándose con saber de ellos, saborearlos de forma instantánea y disfrutarlos efímeramente, sin permitirse poseerlos. A riesgo de muerte.
Sin siquiera un leve roce de piel. Esa piel suya embriagada de tristeza.
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Me dice que alguien me escucha en la distancia y lee mis palabras, alguien que se envuelve con ellas como un manto que le estrecha y protege su débil cuerpo todas las noches.
Sí, entre mis brazos entonces te siento; no me dejes solo. Yo, no te abandono aunque me percibas quizás lejano e incluso perdido.