Hacía mucho tiempo que no lo hacía, años quizás. Primero, cogí cautelosamente y con cuidado su robusta funda negra y la posé en horizontal sobre el suelo, donde una vez hube soltado sus cierres abrí la tapa mostrándose finalmente ella en toda su belleza; mezcla de cromados, color negro y madera clara en su mástil, toda brillante e impoluta como la dejé en su último viaje al mundo de la ensoñación.
Tuve que desenredar de un montón de cables el de conexión al amplificador, encontrar mi púa favorita y decidir si, finalmente, iba a meter algún pedal de efecto con sonido complementario. No hará falta, pensé; escucharla con su sonido puro y limpio, ya será una sensación suficiente. Belleza sin adulterar.
Conecté todos los cables y jugué un poco con los mandos del volumen, reverberación y demás del amplificador Fender, devolviéndome estos gestos muchos recuerdos del terrible potencial que atesoraba este elemento. Recuerda, Raphaël, me digo, no pases el mando del volumen de la posición nº1, o será demasiado, no pudiendo borrar la imagen del mando en el número 3, cuando cinco locos tocábamos en aquel garaje a las afueras de la ciudad, en esas tardes frías de invierno en las que mis dedos congelados apenas podían articular decentemente un arpegio y el nivel de ruido era, sencillamente, ensordecedor, demencial. Cuando la noche caía tempranamente y la oscuridad nos sorprendía entre canciones, risas, fotos y cigarrillos.
Donde todos nos mirábamos con caras de ilusión y de emoción, entonces, cuando nos creíamos imperecederos, poderosos, casi desafiantes en nuestra sublime, eterna y primera juventud, y el paroxismo de nuestros sentidos no planteaba concesiones a la racionalidad o a la angustiosa realidad que, en verdad, nos sobrecogía y, de manera inconsciente, ocultábamos.

Hará falta afinarla seguro, escucho en mi interior. En efecto, dudo el acorde candidato a ser probado, pero enseguida percibo que la tercera cuerda no está bien. Mi torpeza es absoluta, apenas recuerdo algo y sé que he perdido casi todo, pero no por ello dejo de ser transportado hacia lugares muy apartados de lo terrenal.
Poco a poco, mis dedos empiezan a moverse un poco más sueltos, a veces solos exploran lugares que mi razón no dirige y que me sorprenden. Me tiembla la mano izquierda, el dolor de las cuerdas metálicas clavadas en las yemas comienza demasiado pronto; claro, no hay costumbre y los dedos protestan.
Empiezo a soñar de nuevo.
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Hoy, vuelo una vez más, allá
donde nace el mar de luz
que inunda su ser; la voz
se corta al querer hablar
noto el huracán temblar
me quema la piel a sal
me quema la sed de mar
bebo y el anhelo es más
Y vuelo a ras de su piel
que salta al romper;
las olas me alcanzan,
me siento caer
el mar, se extiende a mis pies
Me ciega el sol
se clava el agua sin dolor
en mi mirada
El viento, el cielo, el tiempo, el miedo
vuelan junto a mí, y se van quedando atrás,
tras de mí
* Gracias, Miguel Ángel, por esta poesía hecha música en "Mar de luz", o cómo explicar con palabras y notas lo que es amar.